La defensa de la peluquera: una hija pistolera de 13 años, una forense que le revisó una hernia y una vecina que dijo que todos la querían en el barrio

La peluquera, Alejandra Espinosa, la única que está presa, pero por tratar de matar a balazos a un vecino adolescente.

Este martes continúo el juicio por asociación ilícita que tiene en la mira a la peluquera Alejandra Espinosa, su examante y excomisario Marcelo Acevedo y la, ahora no tan amiga de la mujer, María Vázquez. Un delito del que tal vez no estarían acusados o nunca se hubiera destapado si Abel “Pochi” Ortiz, la expareja de Espinosa, no hubiera desaparecido hace más de 11 años. El debate oral está casi en su etapa final y los jueces no disimulan para nada el apuro que los invade para darle fin esta semana. Pero quedaban las declaraciones de algunos testigos. Básicamente, los de la defensa.

La defensora oficial, que representa a Vázquez, ya había anticipado que no tiene testigos, como ni idea parece tener del expediente. Pascual Celdrán, el representante del excomisario, dijo que ofrecería a dos policías que, otra vez, no pudieron comparecer a la audiencia. Y, debido a la premura del Tribunal, esas declaraciones ya no podrán ser. Pero el que sí pudo llevar todas las personas que le interesaban, a los fines de dejar bien parada a su cliente, fue Valentín Rivadera. El abogado, con la voz más frágil que el cristal más delgado, hizo hablar a una vecina del barrio donde vivía su asistida, el Eva Perón.

La mujer dijo que Espinosa era una buena persona y muy querida en el barrio, o sea todo lo contrario a lo que aseguraron muchas otras personas que desfilaron en la sala.

Luego interrogó a la hija de la peluquera; y el tiro le salió por la culata. A medida que su relato avanzaba revelaba algo peor y cada vez peor sobre su madre y el tipo de vida que llevaban: una que arreglaban a los tiros. De hecho, la mujer está acusada de intento de homicidio junto a la peluquera actualmente, en una causa que corre por otro carril. Como si nada fuese, hablaba de que no siempre, pero a veces andaba “calzada”. Y contó así, al pasar, que cuando tenía 13 años baleó a su padrastro.

Pero lo mejor o, mejor dicho, lo más desconcertante de todo fue que Rivadera citara a la médica, Alba Pereira, una de las dos forenses que realizan las autopsias en Villa Mercedes. Cuando cualquier escucha su especialización en la medicina se le viene a la mente la oscura idea de la muerte. Pero ese no fue el caso en este testimonio. Una vez sentada frente al Tribunal, el fiscal y los abogados, la profesional respondió lo que le preguntaba el representante de Espinosa. Consultas que no tenían ni ton ni son con el caso en cuestión. Le habló de una vieja revisión médica clínica que le hizo hace años y de que una vez la peluquera se hizo atender, con otro médico, por una posible hernia de disco. Eso fue divertido.

Pero paciencia, tal vez, todas las dudas que hicieron rascar la cabeza a más de uno de los que estaba en la sala sobre la relevancia y, ante todo, la cohesión y coherencia de su estrategia defensiva, queden clarificadas hoy (miércoles), cuando la ex de Abel declare.

Es posible que, en su versión de los hechos, surja por qué para su abogado resultó muy relevante el testimonio de una forense, que en un momento leyó un informe que ni siquiera hizo ella, sino otro colega, y que lo llevó a preguntarle a la forense por una hernia de disco de hace años que, al final, la acusada no tenía.

La primera en generar las carcajadas que más se hicieron sentir en el recinto, tratando de suavizarlas con un tono bajo, de parte del público, fue lo que aseguró una mujer que vive a unas cinco cuadras de la casa de la acusada. La testigo de 39 años contó que conoce a Espinosa porque era la peluquera del barrio. Todos los vecinos iban a hacerse cortar, teñir o peinar sus cabellos a lo de ella, en calle Carlos Pellegrini y Besso. Relató que trabó una amistad con ella porque una vez su marido, que es herrero, le hizo un trabajo de un portón.

––¿Compartieron algún momento juntos?, ¿recuerda con quién vivía Espinosa? –– le preguntó el abogado.

––Vivía con Abel y su hijo. Compartimos cenas, asados –– contestó la mujer.

––¿Cómo era ese vínculo (entre el joven desaparecido y la acusada)? –– consultó Rivadera?

––Veía que se amaban mucho. Se trataban bien. Nunca vi una situación de violencia. Siempre vi amor –– afirmó.

–-¿En el 2013, 2015 cómo era el barrio? –– interrogó el letrado.

––Era un caos. Muchos ladrones, inseguridad; y ahora es peor –– dijo con sus cortas respuestas, casi calculadas.

––¿Recuerda si la señora Espinosa hizo algo con relación a eso? –– pidió precisión el abogado.

––En una ocasión juntamos firmas para sacar a estos ladrones del barrio, (Agustín) Figueroa y (Jonathan) Racedo, que hasta hoy siguen robando; a una hermana mía le robaron hace poco. Todos estaban de acuerdo. La mayoría de los vecinos prestó colaboración –– contestó.

––¿Cómo la consideran a Espinosa en el barrio? –– preguntó el defensor.

––Toda la gente sabía que era buena. Siempre fue una buena persona conmigo y con la gente del barrio –– contestó. Fue, entonces, cuando algunos en la sala no contuvieron más la risa y se dejaron oír por lo bajo, para que no les llamara la atención la jueza Sandra Ehrlich.

Ahí también terminó la parte fácil del cuestionario a esa vecina. Rivadera le hizo preguntas cómodas, que tuvieron las respuestas que él esperaba. Acto seguido, la interrogó el fiscal Leandro Estrada. Le preguntó si sabe qué sucedió con esas firmas que habían recolectado, si las presentaron en algún lugar. La testigo dijo que no. “¿Entonces, usted no sabía para qué juntaron esas firmas?”, insistió el funcionario. Y la mujer le respondió que sabía para qué lo hicieron: “para sacar a Figueroa y Racedo del barrio”.

––¿Para sacar a Figueroa y Racedo del barrio?, ¿y cómo iban a hacer eso? –– repreguntó sorprendido Estrada.

––Pienso que eran para presentar en la Policía o algo así –– estimó la testigo.
–¿Cambió algo después de eso? –– indagó el letrado.

––Sí, con el tiempo, ellos se fueron del barrio –– aseguró.

––¿Sabe si la Policía hizo algo en particular para que se fueran? –– preguntó.

––No –– dijo a secas.

––¿Por qué cree que se fue Figueroa y su familia del barrio? –– puntualizó Estrada.

––Y, por las firmas que juntamos –– respondió, casi presumiendo.

––¿Sabe de algún incidente que ocurrió en el Eva Perón en el que le prendieron fuego a la casa de Figueroa? –– insistió el fiscal.

––No. No sé, yo no estaba –– respondió ya no tan segura.

Muchos testigos anteriores contaron que tres veces Espinosa, con un grupo de unas 12 personas, quemaron la vivienda de esa familia. Ya con el primer incendio, los Figueroa partieron del vecindario. Pero no conformes, los agresores regresaron dos veces para terminar de convertir en polvo una estructura negra, calcinada, que un fuerte viento hubiera volteado con facilidad. Todo el mundo en ese barrio había oído o sabía algo al respecto.

Después llegó el turno de la hija de Espinosa, Daiana Villegas, quien compartió algunos meses en el Penal con su madre hace unos años, cuando la imputaron intentar matar a tiros a un vecino adolescente. La mujer de 32 relató cómo conoció su madre a Ortiz. “Abel era amigo de mi primer novio y frecuentaba mi casa con él. Yo los invitaba y así se conocieron”, narró.

Dijo que, al principio, la relación con el joven desaparecido con ella “era buena”. Pero cambió cuando él se mudó a su casa. Según ella, a Ortiz no le “caían bien” los amigos de la, por entonces, chica. Relató que tuvo tantos problemas con él que su propia madre le pidió, con tan solo 14 años, que se fuera a vivir con sus abuelos.

Sin embargo, esa “mala relación”, sostuvo, cambió drásticamente cuando Villegas quedó embarazaba. “Se convirtió en mi amigo, porque me apoyó”, aseguró.
Una noche, cuando transitaba la última parte de su embarazo, dijo que la invitaron a la casa porque Abel hacía un asado. “Me habían preparado un baby shower”, dijo y pareció, por un instante, llorar. Estaba feliz, pero cuando arribó a lo de su madre todos lloraban, aseveró.

“’¿Qué pasó’? pregunté y mi mamá me dijo que tu hermano (de ocho años) te diga”, relató y siguió: “Mi hermano me dijo que el chico que sabía estar en mi casa, Juan Pablo Figueroa, había abusado de él”, aseguró.

Explicó que ese adolescente, el supuesto abusador, tenía 16 años y siempre estaba en lo de Espinosa porque ella le daba de comer.

“Yo me volví loca. Me fui a su casa y me atendió su madre. Me dijo que su hijo estaba jugando al fútbol. Lo fui a buscar y no daba la cara”, comentó. Señaló que se armó un revuelo terrible en el barrio por eso, todo el mundo “preguntaba ¨’¿qué pasó? ¿qué pasó?’”.

Afirmó que se reunieron amigos de ella, muchos vecinos y que Abel estaba igual que ella de enloquecido. “¿Intentaron hacer algo de alguna manera?”, le preguntó Rivadera. Su testigo admitió que querían sacar de su domicilio al adolescente para que “diera explicaciones”.

––¿Oíste disparos en algún momento? –– consultó el defensor.

––Sí, salimos “Pochi” y yo. Yo tenía un arma (de fuego) chiquita. Él fue por arriba (techo) y yo por abajo, por la calle con un palo para romperte los vidrios y que saliera. Salió Agustín Figuero con cinco chicos. Oigo un estruendo, me desvanezco y escucho que “Pochi” gritó “¡se la puse, se la puse!”. No lo ví, pero lo oí –– contó la mujer.

––¿Qué pasó con Agustín? –– preguntó el abogado.

––Salió corriendo –– dijo.

––¿Cómo terminó? –– pidió detalles el representante de la peluquera.

––Salimos y ya estaba la Policía y llegó una camioneta. Salió Juan Pablo Figueroa golpeado, se ve que la madre le había pegado. Subió los muebles a la camioneta, salieron y la gente aplaudía –– relató la mujer.

Después de eso, según la hija de la acusada, dio a entender que los problemas no terminaron. Aseveró que un día fue a un kiosco a comprar una gaseosa y en la calle Agustín le hizo señas como que la “iba a bajar”, es decir, matar. El joven no estaba solo, sino como con otros 10.

Fue, entonces, cuando Villegas narró, como si nada fuese, que sacó un arma y comenzó a disparar. Su madre también salió a los tiros. “Disparamos y vino la Policía y nos llevó”, dijo. A eso agrego que una vez ella dormía cuando la despertó una discusión porque “habían disparado afuera de la casa de ‘Pochi’”.

Seguidamente, dijo que los problemas con Figueroa y Racedo siguieron. Por eso, juntaron firmas entre todos los vecinos y, embarazada de dos meses, con Abel y también su madre fueron hasta Terrazas de Portezuelo, para pedir ayuda al Ministerio de Seguridad. Eso fue en el 2014.

Por último, Rivadera le preguntó cómo se había enterado de la desaparición de Ortiz. “Yo estaba en la casa de mi mamá, cuando fueron sus familiares preguntando por él. Mi mamá le dijo que no lo había visto”, aseguró y remarcó que, cuando se iban, alcanzó a escuchar que un cuñado de Abel les dijo “más vale que aparezca”.

El excomisario Marcelo Acevedo, Alejandra Espinosa y María Vázquez.

Listo, finalizó el cómodo interrogatorio del abogado que la había citado a declarar. Después continuó Estrada y la llevó otra vez al día que se enteró de que su hermano, supuestamente, había sido víctima de un abuso sexual.

––¿A qué fueron a lo de Figueroa? –– dijo el fiscal.

––Quería que diera explicaciones –– respondió.

––¿Fueron a pedirle explicaciones a un chico de 16 años? –– repreguntó con extrañeza el funcionado.

––Estaba, pero no salió –– aclaró Villegas.

––¿Le prendieron fuego a la casa? –– así, al hueso, le lanzó el letrado.

––Sí, fueron varios. Yo no. Estaba Abel, él fue uno de los que fue. Eran, más que nada, hombres, vecinos. Estaban arriba –– aseguró, con “arriba” se refería en los techos.

––¿Usted sabe que está acusada por eso? –– le apuntó Estrada porque ese día balearon a Agustín Figueraa, en el glúteo derecho. El chico tenía apenas 16 años.

––Si, estuve seis meses en el Penal. Pero no disparé esa noche, disparé al otro día –– aclaró, como si fuera lo más normal mundo.

Seguidamente, el fiscal le preguntó si conoce a Acevedo. La mujer afirmó que lo vio solo dos veces en su vida. La primera fue cuando su madre había desaparecido. Entonces, asentó una solicitud de búsqueda de paradero en la seccional donde era jefe el excomisario.

Narró algo, que ya dijeron hasta el hartazgo todos estos años, que hallaron a Espinosa, a la orilla de una ruta, en Juan Jorba. Según dijo, se quería suicidar tras su separación de Abel. “Ella siempre fue depresiva”, agregó.

Luego, ante la insistencia del funcionario, narró que una tarde que ella cortaba el pasto en lo de la peluquera fue Acevedo, vestido de civil. “¿Le mandó usted un mensaje a su madre para que fuera el excomisario para comer facturas?”, le tiró Estrada. A lo que Villegas respondió que ella no vivía con Espinosa.

Aclaró que, después de que su madre intentara quitarse la vida, desconsolada por la ruptura de una relación de siete años, en lugar de acompañarla, su hija la visitaba cada tanto. A veces pasaban meses sin verla.

––¿Sabe si Pozzetto, el padre de su hermano, sufrió un disparo? –– le lanzó el fiscal, tan serio y claro, como cada pregunta que le hizo.

––Yo le disparé a los 13. Yo estaba en tratamiento. El arma la saqué de un mueble de mi mamá –– narró, como si fuera lo más natural del mundo.

Estrada estuvo más encendido y hábil a la hora de interrogar que en otras audiencias, cuando lo acompañaba Néstor Lucero, su par con muchos más años de experiencia como fiscal de juicio. Quizás más holgado si un colega, con el que a veces no parece estar del todo de acuerdo, aparte del hecho de que, por desgracia, a veces no es fácil entender cuando habla.

También tuvo una mejor performance Bautista Rivadera, el abogado de los Ortiz, que, en sus “bocaditos” de intervención con su cuestionario estuvo solo un pelín más filoso.

Pero hay algo que les faltó a ambos. Villegas se cansó de relatar, como si tal cosa fuese, que ella estaba armada, su madre también, que hasta baleó a su padrastro cuando era menor de edad y que de esa manera resolvían los problemas que tenían con los vecinos o con cualquiera: a los tiros.

Pero ninguno de los abogados le preguntó por qué tenían tantas armas de fuego, de dónde provenían y si contaban con el permiso de tenencia y, ni hablar, de portación. Pues, por lo que narró en su declaración, dejó en claro que varias veces andaban por la calle “calzadas”. Esos cuestionamientos, a entender de esta cronista, se les pasaron de largo a los letrados. Tener un arma de fuego sin la debida autorización, como bien saben ellos, es también un delito penal.

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